Pone el punto final a la última de las historias. Con ésta completa los diez cuentos que le prometió a su editora. Se levanta de la silla giratoria, camina hasta la cocina, prepara un café, revuelve la alacena buscando el último pan que se resiste a ser encontrado. Se para frente a la ventana, bebe lentamente su café y muerde hambriento el pan. La ventana da a un moderno edificio de oficinas, antes daba a una casa con patio y perro; pero así es el “progreso”.
Se sienta de nuevo, es hora de repasar lo escrito. Lee el último cuento. Una gota de sudor baja por su sien y cae desde el cuello. No puede ser. Vuelve a leer lo escrito. Ha reescrito algo que Cortázar escribió (mucho mejor) años atrás. Su respiración se acelera, lleva el cursor hasta la primera línea del primero de los diez cuentos. Uno por uno los repasa. Todos son nuevas (y mediocres) versiones de cosas ya escritas. Corre al baño y vomita. Abre la llave y bebe agua fría. No puede ser.
Con la mente en blanco y la mirada vacía se prepara para salir; en trece minutos debe encontrarse con su novia. Ella no tiene porque enterarse de lo que ha pasado, la editora tampoco. Va escribir diez historias, tal y como era el plan desde un principio. No ha pasado nada, un extraño lapsus; nada más.
Pide pasta, ella pide pescado. Disimula lo que pasa por su cabeza, ríen, se miran a los ojos. En la mitad de una frase se detiene. Ella lo mira interrogante, lo ha notado ausente, acartonado, como si recitara un parlamento mal aprendido. Él le devuelve la mirada pone el tenedor sobre el plato y sale del restaurante dando pasos cortos, siente las piernas muy pesadas. Se da cuenta que durante toda la cena ha repetido frases hechas, clichés, diálogos de libros y películas, estrofas de canciones. Su mente está vacía, ya no queda nada propio, todo es un gran plagio. Toma la vía que conduce al mirador, calcula que llegará antes del amanecer y mirará por última vez a la Ciudad de los Cerros.
Mientras suena: