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Sesenta y cinco pasos

julio 12, 2016

Las tablas húmedas, en algunas partes podridas, tambalean bajo sus pies. En algunas zonas el muelle está tan deteriorado que el agua helada del lago lame sus tobillos en corrientazos que suben por sus piernas hasta la mitad de su vientre en una extraña y reconfortante sensación. Tambalea al saltar el espacio dejado por una tabla rota, no permitiría que ninguno de sus nietos caminara por ahí, pero están lejos, muy lejos, y no la ven.

Recuerda el muelle robusto y bien cuidado de su infancia, las casas que en aquellos años rodeaban el lago aun estaban de pie se llenaban de familias, niños y jóvenes ruidosos durante los asfixiantes meses de verano, con lo cual el lago se convertía en el centro obligatorio de toda actividad. Aún está en pie la casa de la colina, la más grande y lujosa, allá donde cada verano se organizaban las fiestas de despedida hasta que el chico Ormazábal fue encontrado muerto en el garaje. Ahora, tantos años después se da cuenta que ese fue el punto de inflexión, a partir de ahí todo fue cuesta abajo.

Las demás casas ahora solo son escombros en los que crecen las plantas propias del bosque que reclama sus dominios con la exuberancia de la naturaleza libre de la mano humana. La que fue la casa de sus padres ahora es un muro amarillento cruzado de grietas, rodeado de arbustos de flores amoratadas como chicos quinceañeros que se quedan sin aire en un garaje típico de 1958.

El chico Ormazábal estuvo más silencioso ese verano que de costumbre. No participó de la obra de teatro que escribían los padres siempre tan preocupados por las actividades constructivas para sus hijos, aunque para sí mismos organizaban fiestas salvajes cada noche. Tampoco asistió a las fogatas en las que se metían mano chicos y chicas con la excusa de las historias de miedo que hacía mucho habían dejado de asustarlos. Lo que sí hizo fue ayudar en el jardín de la esposa del general, a pintar la cerca que rodeaba la casa, a mover los muebles, a golpear las alfombras para librarlas del polvo del encierro. Al general no le gustó que el chico Ormazábal entrara a su casa sin anunciarse y a cualquier hora del día o de la noche. Tampoco le gustó que su esposa volviera a usar faldas y que se burlara de él cuando la disciplinaba para enseñarle quién estaba a cargo.

Esa noche el general abandonó la fiesta temprano. Año tras año era de los últimos en salir, borracho hasta la inconsciencia, nunca parecía recordar que pellizcaba traseros de hombres en cuanto el ron se le subía a la cabeza. El chico Ormazábal fue encontrado con una media negra entre la boca y una soga alrededor de su cuello. El año siguiente los Ormázabal no volvieron a la casa del lago, el general y su esposa tampoco, ese año no hubo fiesta, ni obras de teatro, a duras penas hubo saludos entre los dientes y una distancia insalvable entre quienes una vez fueron amigos. Los únicos que parecían felices fueron los demás chicos, por fin podían nadar tranquilos y quedarse hasta el amanecer en bañador a la orilla del lago libres de las miradas del general, ya no tenían que ignorar sus señas lascivas, ni las invitaciones a caminar por el bosque.

Detiene su caminata, ha llegado al final del muelle, el sol empieza a descender, pronto se ocultará detrás de los árboles del bosque que rodea el lago. Se sienta en la madera húmeda y mete los pies en el agua, peina su pelo gris en una trenza por lo demás igual a la que se hacía a los quince años y corría por el muelle hasta lanzarse al agua. Se pregunta si aún podrá correr por el muelle como hace cincuenta años. Su cadera derecha duele, para compensar la rodilla izquierda también, pero ha llegado hasta allí, sería una pena no averiguarlo. Mueve los pies en círculos en el agua, piensa en la familia Ormazábal, todos en el lago, hasta los jóvenes, sabían que su hijo había muerto a manos de un hombre celoso que lo quería para sí. Se pone de pie y retrocede sesenta y cinco pasos, puede correr esa distancia, un paso por cada año hasta el presente, hasta el final. Toma aire, siente volver la energía de su adolescencia, empieza a correr, paso a paso los dolores desaparecen y se siente parte del viento, la trenza se deshace y su pelo gris se agita en el viento tras ella, llega al final del muelle, salta y deja salir una carcajada que es mitad grito de júbilo, ve el agua brillante acercarse, cierra los ojos y sonríe esperando la caída.