El viento que baja de los cerros encuentra el punto exacto en el que se unen su nuca y el abrigo. Un pequeño espacio en el que la piel queda descubierta, un centímetro y medio capaz de recordarle que son las dos y cuarenta y siete de la mañana. Con un movimiento rotatorio de los hombros logra que la tela roce el trozo de piel descubierto y pase momentáneamente el frío. No quiere sacar las manos de los bolsillos, en parte por el frío, en parte porque en la mano izquierda aprieta la libreta que carga a todas partes. En el bolsillo correspondiente a la mano derecha lleva un lápiz.
En el apartamento que queda sobre la sucursal del banco de la Ciudad de los Cerros, una mujer lo observa. Está descalza y en pantalón corto, la chimenea encendida no le permite saber la temperatura que hace afuera. Sabe que no será descubierta si mantiene las luces apagadas. Lo ve consultar la libreta y cambiar de rumbo. Se acerca al premio.
«Estoy cerca» piensa y no puede detener el recuerdo. Una noche fría y despejada, propia de diciembre, entra a la cinemateca. Ya está por empezar la proyección, a tientas ubica una silla vacía. Sus ojos se acostumbran a la oscuridad y mira a su alrededor. Un grupo de estudiantes en la última fila compuesto por dos hombres y una mujer ríe animadamente. Cerca a la pantalla una pareja de ancianos se toma de la mano y beben algo caliente, café probabemente, de un termo que se pasan uno al otro. Y él. Nadie más. Una mujer entra y se sienta en la fila anterior a la suya. Puede ver su perfil. Se concentra en la película. Se deja llevar como le sucede cada vez que se encuentra ante una buena historia. Libros, películas, canciones, se pierde fácilmente en otros mundos bien contados. Llora al ver la escena en la que el hombre de la luna recibe un cohete en el ojo. Gira y ve que la mujer también llora. Quiere preguntarle el por qué, lo necesita. Se encienden las luces y la mujer parte veloz . No la alcanza. Se apresura, no la ve, no puede ser tan rápida. Un anciano que cuida carros mientras vaticina el fin del mundo le entrega un papel. «También lloraste» y más abajo una dirección, una fecha y una hora.
Puntual asiste a la cita. Una nota pegada en un poste de luz es quien lo espera. Sigue las instrucciones de la nota y fácilmente encuentra un ladrillo suelto bajo el que encuentra una nueva nota. Intercambian cartas, fotos, canciones, libros viejos y queridos utilizando diversos escondites siempre cercanos a la cinemateca. Es así como descubren que comparten la afición por las historias de detectives, por el blues, por el olor de los libros nuevos y demás detalles pequeños y a primera vista insignificantes pero que son en realidad los que definen su ser.
«Este es el sitio», piensa mientras abre la puerta de madera de una casa abandonada. Cuenta los doce pasos de la última pista. Un tubo de cartón. Lo abre y saca su contenido. Es un póster. Lo extiende. Es el hombre de la luna con el cohete en su ojo. Se forma un nudo en su garganta. Escucha un veloz taconeo a sus espaldas. El premio es doble. Por fin encuentra respuesta a todas sus preguntas. No necesita buscar más.
Mientras suena: