Antes de salir se para frente al espejo, repasa su maquillaje. El rojo de la boca, muy rojo. Lo sombra, gigante, exagerada y verde en los ojos. La peluca amarilla, crespa, alborotada. Para completar su atuendo se pone un sombrero negro igual al que utilizaba Chaplin en sus películas. Perfecto. Ahora sí puede salir.
El sol del medio día lo golpea en los ojos, camina lento, haciendo el mínimo esfuerzo. No puede darse el lujo de sudar y que el maquillaje se corra. Es muy importante la imagen para su trabajo. Atraviesa la calle. Debe comprar cebollas y tomates para preparar la carne que le dejará preparada a su hija. Ojalá su hija no se avergonzara de su profesión. Algún día comprenderá que es su verdadera y única vocación.
-¿Cuándo te dejarás ver de civil? -le pregunta la joven mujer encargada de la tienda de barrio. Hasta hace dos semanas eran los dueños quienes atendían. Un matrimonio viejo, al que al parecer no le pasaban los años, y sin embargo la anciana se había enfermado. Su esposo se había retirado a cuidarla. La joven mujer era probablemente una nieta o una sobrina lejana de alguno de los viejos.
-Un día de estos -responde y toma una bolsa para escoger las cebollas y tomates. Siente los ojos de la joven mujer clavados en su cuerpo. Se mueve con torpeza, como pasa siempre que alguien se hace consciente de sus propios movimientos. Se pregunta si eso en verdad está pasando. No puede ser. La joven mujer pesa los alimentos. Roza su mano adrede cuando recibe el billete.
Ahora sí está sudando, debe repasar el maquillaje. No puede llegar así a la función de las tres de la tarde. Los niños jamás se reirán de un payaso mal maquillado. Apura el paso, debe terminar el almuerzo de su hija y repasar su maquillaje. La joven mujer lo ve alejarse en dirección a su casa y suspira. Algún día.
Mientras suena: