La puerta está cerrada y la luz apagada. Como si ya estuviera dormido. Mi mamá sigue en la cocina, llenando crucigramas y dejando hablar solo al televisor. Estoy debajo de las cobijas, vestido y con los zapatos puestos. No puedo volarme mientras mamá siga despierta.
Carolina me espera en su casa. Tiene una botella de aguardiente y a los papás en la finca. Eso dijo esta mañana cuando pasé a su lado. Pasé la calle, le grité desde la esquina “listos mona” y levanté el pulgar de la mano izquierda. El que muestra el hambre no come.
El sonido de las chanclas contra el piso, primero, y contra el talón, después se hace más cercano. Mamá ya se va a acostar. Son las 11:00 PM, al menos terminó el crucigrama temprano. Me levanto en silencio y pego la oreja a la puerta. La oigo cepillarse los dientes y hacer gárgaras. Le dice a papá que se acomode, que está roncando. Que ronque. A mí me sirve que ronque. No me atrevo a moverme hasta que escuche que cierra la puerta de su cuarto y el click del interruptor.
Una vez que llegué muy borracho aprendí que la mejor manera de evitar el chirrido de una puerta es abriéndola rápido, con decisión, sin darle tiempo a quejarse. Esa vez también aprendí que no hay que soltar la puerta tan rápido porque se estrella contra la pared y se despierta todo el mundo.
Mamá apaga la luz, escucho cómo crujen las tablas de la cama mientras se acomoda. Cuento hasta ciento veinte y abro la puerta de mi cuarto como aprendí. No suena. Camino despacio, apoyando únicamente las puntas de los pies. Paro en la sala y me quedo quieto, como estatua. Sonó la cama. ¿Me habrá escuchado? Cuento hasta cien. Sigo caminando. Me falta el corredor. Y la puerta. Esa puerta traicionera que una vez se soltó de mi mano.
Llego al corredor. Creo que mamá escuchó el sonido de mi corazón. Juro que chirrió la puerta de su cuarto. Me pego a la pared y me quedo quieto. Nada. Camino despacio, dejo pasar dos segundos entra paso y paso. Ahí está la puerta de entrada. Puta vida, tiene la llave puesta. Ahora sí me van a escuchar. Meto la llave con toda la delicadeza y suavidad que puedo, lento muy lento. Ahora sí me escucharon. Cierro los ojos y ladeo la cabeza. Nada. Tengo que darle tres vueltas a la llave y seré libre. Empuño fuerte la llave, la cubro por completo con mi mano, no sé por qué creo que así no hará ruido. Una vuelta. Quieto hermano. Nada, todo en orden. Segunda vuelta. Nada, solo mi corazón a mil. Tercera vuelta, no puedo seguir esperando, abro la puerta, como aprendí, y salgo. La cierro con suavidad y corro.
Hay luz en el cuarto de Carolina. Bien. Me está esperando. Carolina usa faldas largas, botas negras y me mira siempre fijo a los ojos mientras sonríe de medio lado y apretando la boca, como si estuviera escondiendo la sonrisa. Atravieso el parque corriendo. Timbro y siento una gota de sudor que resbala desde mi axila izquierda. Carolina abre. Tiene una camiseta blanca, falda negra y está descalza.
Brindamos y me besa. Su lengua sabe a aguardiente. Brindamos de nuevo y la beso. Me gusta la lengua con aguardiente. Me preparo para el tercer brindis y suena el timbre. Digo “hijueputa” y pienso que son los papás, volvieron antes de tiempo de la finca. Carolina observa por la mirilla. Es Héctor y trae una botella de vodka. Puto. Se acaba de cagar el plan. Brindamos con vodka, ya no hay besos con sabor a aguardiente. Héctor cuenta chistes, me río por compromiso. De puro buena gente. Héctor creció en Villavicencio, cuenta que empezó a tomar a los once años; aguanta mucho trago. Yo no. El revuelto me patea y quiero vomitar. Voy al baño agarrado de la pared. Me acuesto en el piso, necesito dormir, diez minuticos, nada más.
Despierto, no sé cuánto tiempo ha pasado. Quiero vomitar, pero en mi casa, en mi baño. Salgo, voy a despedirme. Carolina tiene la falda recogida en la cintura y se mueve hacia adelante y hacia atrás sobre Héctor.
Salgo y me siento en una banca del parque. La única luz en todo el barrio es la del cuarto de Carolina. Me quedo quieto, mirando a las lechuzas que van y vienen desde la terraza del edificio de la esquina. A veces una de ellas, son tres, planea, pierde altura y se zambulle en la zona verde del parque. Las lechuzas hacen un ruido raro, como si mandaran callar a alguien. La luz del cuarto de Carolina se apaga. Nadie sale de esa casa. Nadie. Camino en la oscuridad, adivinando la posición de las lechuzas que vuelan sobre mi cabeza. Van y vienen, siempre haciendo ese ruido raro, mandando a callar en la madrugada, indiferentes a todo.
Mientras suena: