Archive for agosto 2012

Las lechuzas del edificio de la esquina

agosto 27, 2012

La puerta está cerrada y la luz apagada. Como si ya estuviera dormido. Mi mamá sigue en la cocina, llenando crucigramas y dejando hablar solo al televisor. Estoy debajo de las cobijas, vestido y con los zapatos puestos. No puedo volarme mientras mamá siga despierta.

Carolina me espera en su casa. Tiene una botella de aguardiente y a los papás en la finca. Eso dijo esta mañana cuando pasé a su lado. Pasé la calle, le grité desde la esquina “listos mona” y levanté el pulgar de la mano izquierda. El que muestra el hambre no come.

El sonido de las chanclas contra el piso, primero, y contra el talón, después se hace más cercano. Mamá ya se va a acostar. Son las 11:00 PM, al menos terminó el crucigrama temprano. Me levanto en silencio y pego la oreja a la puerta. La oigo cepillarse los dientes y hacer gárgaras. Le dice a papá que se acomode, que está roncando. Que ronque. A mí me sirve que ronque. No me atrevo a moverme hasta que escuche que cierra la puerta de su cuarto y el click del interruptor.

Una vez que llegué muy borracho aprendí que la mejor manera de evitar el chirrido de una puerta es abriéndola rápido, con decisión, sin darle tiempo a quejarse. Esa vez también aprendí que no hay que soltar la puerta tan rápido porque se estrella contra la pared y se despierta todo el mundo.

Mamá apaga la luz, escucho cómo crujen las tablas de la cama mientras se acomoda. Cuento hasta ciento veinte y abro la puerta de mi cuarto como aprendí. No suena. Camino despacio, apoyando únicamente las puntas de los pies. Paro en la sala y me quedo quieto, como estatua. Sonó la cama. ¿Me habrá escuchado? Cuento hasta cien. Sigo caminando. Me falta el corredor. Y la puerta. Esa puerta traicionera que una vez se soltó de mi mano.

Llego al corredor. Creo que mamá escuchó el sonido de mi corazón. Juro que chirrió la puerta de su cuarto. Me pego a la pared y me quedo quieto. Nada. Camino despacio, dejo pasar dos segundos entra paso y paso. Ahí está la puerta de entrada. Puta vida, tiene la llave puesta. Ahora sí me van a escuchar. Meto la llave con toda la delicadeza y suavidad que puedo, lento muy lento. Ahora sí me escucharon. Cierro los ojos y ladeo la cabeza. Nada. Tengo que darle tres vueltas a la llave y seré libre. Empuño fuerte la llave, la cubro por completo con mi mano, no sé por qué creo que así no hará ruido. Una vuelta. Quieto hermano. Nada, todo en orden. Segunda vuelta. Nada, solo mi corazón a mil. Tercera vuelta, no puedo seguir esperando, abro la puerta, como aprendí, y salgo. La cierro con suavidad y corro.

Hay luz en el cuarto de Carolina. Bien. Me está esperando. Carolina usa faldas largas, botas negras y me mira siempre fijo a los ojos mientras sonríe de medio lado y apretando la boca, como si estuviera escondiendo la sonrisa. Atravieso el parque corriendo. Timbro y siento una gota de sudor que resbala desde mi axila izquierda. Carolina abre. Tiene una camiseta blanca, falda negra y está descalza.

Brindamos y me besa. Su lengua sabe a aguardiente. Brindamos de nuevo y la beso. Me gusta la lengua con aguardiente. Me preparo para el tercer brindis y suena el timbre. Digo “hijueputa” y pienso que son los papás, volvieron antes de tiempo de la finca. Carolina observa por la mirilla. Es Héctor y trae una botella de vodka. Puto. Se acaba de cagar el plan. Brindamos con vodka, ya no hay besos con sabor a aguardiente. Héctor cuenta chistes, me río por compromiso. De puro buena gente. Héctor creció en Villavicencio, cuenta que empezó a tomar a los once años; aguanta mucho trago. Yo no. El revuelto me patea y quiero vomitar. Voy al baño agarrado de la pared. Me acuesto en el piso, necesito dormir, diez minuticos, nada más.

Despierto, no sé cuánto tiempo ha pasado. Quiero vomitar, pero en mi casa, en mi baño. Salgo, voy a despedirme. Carolina tiene la falda recogida en la cintura y se mueve hacia adelante y hacia atrás sobre Héctor.

Salgo y me siento en una banca del parque. La única luz en todo el barrio es la del cuarto de Carolina. Me quedo quieto, mirando a las lechuzas que van y vienen desde la terraza del edificio de la esquina. A veces una de ellas, son tres, planea, pierde altura y se zambulle en la zona verde del parque. Las lechuzas hacen un ruido raro, como si mandaran callar a alguien. La luz del cuarto de Carolina se apaga. Nadie sale de esa casa. Nadie. Camino en la oscuridad, adivinando la posición de las lechuzas que vuelan sobre mi cabeza. Van y vienen, siempre haciendo ese ruido raro, mandando a callar en la madrugada, indiferentes a todo.

 

Mientras suena:

El conejo

agosto 22, 2012

Lo que voy a narrar sucedió durante la segunda mitad del 2002. Tenía una clase que me producía mucho sueño, empezaba un poco después de almuerzo, eso y la voz monótona del profe no ayudaban a mantenerme despierto. Una tarde, en la que luché mucho contra el sueño, salí por la puerta del edificio de ingeniería, el w. Me detuve a comprar un chocorramo. Mientras alistaba las monedas, vi salir a un conejo gigante por la misma puerta por la que yo acababa de pasar. Era más alto que yo, café con la barriga blanca, patas grandes y anchas, además llevaba una maleta de cuero de esas que tienen letras y dibujos de muñecos de Disney. Lo seguí con la vista, caminó por toda la segunda y se perdió camino a la 19. Quedé paralizado, no fui capaz de seguirlo. Vaya usted a saber si de haberlo seguido hubiera caído por el hoyo que cayó Alicia.

Nunca dije nada, no estaba seguro de si era real, o estaba soñando despierto. Entre más lo pensaba más inverosímil me parecía, sin embargo sabía lo que había visto.

Meses después volví a verlo. Todo igual. Salió después de mí por la puerta del w, con su maleta al hombro, caminando hacia la 19. Ahí comprobé que no era una visión y respiré aliviado. A los pocos días estaba hablando con una gente y les dije que así no me creyeran y se burlaran, había visto a un tipo disfrazado de conejo salir por el w. En ese momento dos personas, un hombre y una mujer, saltaron gritando: «¡yo también lo he visto!» Confesaron que nunca habían dicho nada porque les parecía muy loco.

Tiempo después, conté la historia en la casa y mi hermana abrió los ojos como platos, también lo había visto. El mismo tipo disfrazado de conejo, con la maleta, caminando hacia la 19.

Más o menos en el 2005 conocí a una ex alumna de la u, mayor que yo unos dos años; hablando de todo un poco le conté la historia del conejo y se cagó de la risa. También lo había visto.

Aunque aliviado tengo muchas preguntas. ¿Por qué solo sale por las tardes?, ¿Por qué la gente que lo ve siempre está sola?, ¿Por qué la maleta de cuero de muñequitos?, ¿Para dónde va?, ¿Por qué nadie lo ha seguido?, ¿Será un profesor?, y sobre todo, ¿por qué carajos un adulto se viste de conejo y sale así a caminar por el centro de Bogotá?

No tiene nada que ver pero la tengo pegada:

El hongo del sifón

agosto 12, 2012

Mi papá siempre ha dicho que los cuartos más importantes de una casa son la cocina y el baño. La primera casa en la que vivimos la construyó él. Los padres de mi generación saben hacer de todo y además fueron papás jóvenes, antes de los treinta ya tenían hijos y casa; y la plata les alcanzaba para colegio, mercado, servicios y un paseo en diciembre. Héroes.

En esa primera casa mi papá construyó un baño para él. De nadie más. Su refugio, su reino. Era más grande que los demás cuartos de la casa, estaba enchapado en baldosas rectangulares azules. «Baño de rico», decían mis tíos cuando nos visitaban.  En ese baño no había instalación para agua caliente, otra razón para que nadie más lo utilizara. Recuerdo el sonido del chorro de agua helada cayendo fuerte sobre el piso y a mi papá saliendo de su baño con el pelo mojado y parado, se veía como el pájaro loco. Cuando niño nunca entendí cómo alguien podía bañarse con agua fría. No sabía que veintisiete años después no soportaría el agua caliente y que, al igual que mi papá, me bañaría a diario con agua fría.  Hay días en los que me pregunto si algo anda mal en nuestras cabezas, no es fácil el agua fría en las madrugadas bogotanas.

Una mañana, cuando tenía cinco años, mi papá me dijo: «¿quiere ver un hongo?» y me llevó al patio. Levantó la tapa del sifón y señaló una de las paredes del desagüe de donde se aferraba  una cosa blanca que tenía un sombrero en la punta. «Eso es un hongo», dijo, «echémosle agua para que crezca».  Desde ese día todas las mañanas nos levantábamos a echarle agua al hongo. Cada día lo veía un poco más grande. Me preguntaba si debía ponerle un nombre. Tal vez Pipo, como al perro que tuvimos. O ninguno, no sabía si la gente le ponía nombre a los hongos.

Una mañana nos levantamos y al quitar la tapa del sifón el hongo ya no estaba. No dije nada pero me puse triste. Lloré. Lloré porque el hongo se había ido, porque no le puse nombre, porque a Pipo se lo robaron y no lo quisieron devolver. Pero sobre todo porque las mañanas ya no serían lo mismo, ya no tenía un plan con mi papá.

Mientras suena:

Ya sé que Daniela no es una sombra

agosto 6, 2012

El abuelo arrastra los pies, lleva la toalla colgada al cuello. No sé cómo resiste el agua fría a esta hora de la madrugada. Pasa junto a mí me revuelve el pelo, es un gesto mecánico, escucho que murmura «Rosario». Se le olvidó otra vez que la abuela se hizo muy pequeña y desapareció. Cuando salga del baño se lo voy a recordar.

La abuela lo peleó a muerte. No iba a dejarse remplazar por una sombra. Pero perdió. El día que se dio cuenta que la pelea estaba perdida fue el día que empezó a hacerse pequeña. «La tristeza mijo», dijo la tía abuela Juana. La tía abuela Juana lo sabe todo. Por eso cada vez que voy a la finca le pregunto todo lo que puedo. Tengo una libreta, con un globo pintado, en la que anoto todo lo que tengo que preguntarle.

«El abuelo se enamoró de una sombra, mijo.» Tengo que preguntarle cómo se enamora uno de una sombra. En la casa frente a los Berrío vive Daniela. Un día la pellizqué porque me dio miedo que fuera una sombra.  La tía abuela Juana dice que  el abuelo se enamoró a los veintisiete años de una sombra. «Esa es una edad muy peligrosa, pero son peores los treinta», tengo que preguntarle por qué son peores los treinta.

Rosario, (nunca me gustó decirle abuela, si tengo una hija le voy a poner así) se lo peleó a la sombra. Lo consintió, lo conquistó, lo perdonó, y nada. Un día vio en los ojos del abuelo que era la segunda después de la sombra. En ese momento se empequeñeció como cinco centímetros y nadie me creyó.

El abuelo arrastra los pies y habla con Rosario. Se le olvida que Rosario no lo escucha. Antes pensaba en la sombra y ponía boleros y lloraba tomando aguardiente. Ahora toma aguardiente, escucha boleros y dice Rosario, Rosario, Rosario.  En media hora llega Juan José a llevarme a la finca. Le voy a decir que pase despacio frente a la casa de Daniela, si está en la ventana le voy a gritar que me perdone que ya sé que no es una sombra.  Cuando llegue a la finca lo primero que voy a preguntarle a la tía abuela Juana es si Rosario por fin le ganó a la sombra.

Mientras suena: