«El partido más largo de la historia del fútbol lo pité yo. Duró cinco horas y treinta y un minutos. Cuando pité y señalé el centro de la cancha los locales se abrazaron y empezaron a saltar por toda la cancha, dos de ellos aprovecharon los gritos y la oscuridad y trataron de escaparse. Los enfermeros no los dejaron.»
Así empezó el abuelo esa mañana de domingo. Íbamos caminando hacia la cancha del barrio, teníamos un equipo con mis primos, el abuelo era nuestro único y más furioso hincha. Antes iba la abuela también, pero le prohibieron la entrada a los partidos porque una vez persiguió a un árbitro por toda la cancha por pitar un penalti en contra nuestra. En defensa de mi abuela debo decir que no fue falta.
«En esa época, Tomás, el hermano menor de tu abuela, entró a trabajar como enfermero al manicomio. Convenció a los doctores de que la mejor forma de ayudar a los enfermos a reintegrarse a la sociedad, de trabajar en equipo, de recuperar la confianza en sí mismos era a través del deporte. Y qué mejor deporte que el fútbol. La verdad es que Tomás también estaba loco pero por el fútbol.»
Paramos en la panadería, el abuelo compró agua para todo el equipo y se sentó a tomarse un café. Desde hace un tiempo le molestaba una rodilla. Era muy orgulloso como para reconocerlo, así que buscaba excusas para detenerse y descansar.
«Tomás se encargó de entrenar al equipo del manicomio. Seleccionar once muchachos entre los setenta y ocho recluidos fue más difícil de lo que pensó. Muchos de ellos estaban tan medicados que a duras penas podían caminar arrastrando las piernas. Después de un mes de entrenamientos a doble jornada anunció que estaban listos para jugar. El equipo escogido para el primer amistoso fue el de tu papá y tus tíos.»
Por aquellos días el abuelo recordaba a cada rato el pasado. Me hubiera gustado darme cuenta de lo que eso significaba pero era muy niño.
«El manicomio quedaba a dos horas de la ciudad, en esos años los manicomios y las cárceles quedaban afuera, lejos de todo. La ciudad aun era chica, era un pueblo grande en realidad. Quedaban diez minutos para el final y el partido iba 2-1 perdiendo los locos. En esas se me acerca Tomás y me dice «Hernandito no vayas a acabar esto así que estos me matan.» Lo miré y vi su cara de angustia, así que los dejé seguir jugando. Los locos no embocaban una. Los chicos los dejaban avanzar, llegar hasta la cara del arquero y los locos pateaban a cualquier lado. Por fin, cuando ya estaba oscureciendo, el seis de ellos agarró el balón en la mitad de la cancha, acomodó el cuerpo y pateó. Pateó bien, el arquero se lanzó y te juro que de verdad quiso atajar el tiro. El balón entró limpio por la esquina del arco, nadie hubiera llegado. Los locos corrieron al centro de la cancha y abrazaron al seis que ya se había quitado la camiseta y saltaba celebrando. Pité el final del partido y se desató la locura.»
El abuelo soltó una carcajada, terminó el café, se sobó la rodilla, se levantó y continuamos caminando hacia la cancha.
Mientras suena: