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El encierro

abril 23, 2020
Nadie sabe qué hay allá afuera

Los días perdieron sus nombres, era inútil nombrarlos, uno tras otro se repetían, se confundían, se mezclaban, se hacían uno. Día y noche se cruzaban en un desconcierto de horarios que ahuyentaba el sueño y el hambre.

De aquí para allá por los pasillos, que alguna vez estuvieron inundados de luz, los descendientes de aquellos que vieron por última vez el sol y sintieron el viento deambulan hasta que el cansancio los vence y allí donde se encuentren se tumban y se entregan a un sueño lleno de sueños y presagios del que se levantan cansados y confundidos.

Caminan sin levantar la cabeza, ya no pueden, los músculos del cuello han perdido, para siempre, la costumbre de hacerlo. Se evitan unos a otros, la tradición dice que el contacto físico es el preámbulo de la peste y por lo tanto de la muerte. Dan pasos cortos sin levantar los pies del suelo, se desvían de los cuerpos que caídos se agitan en extraños sueños.

De tanto en tanto una angustia mortal escoge a uno de ellos, nunca se sabe quién será el siguiente, la angustia los ronda, los envuelve, los tortura ya sea con palabras dulces y promesas o con amenazas e imágenes de dolor y muerte, la angustia los lleva hasta el borde del abismo y ahí los mantiene, con un pie que pende sobre el vacío y al azar da el empujón final a cualquiera de ellos, sin preferencias de sexo, raza o edad.

La angustia ha escogido. La elegida no soporta más. Camina paso a paso hacia la puerta, hacia lo desconocido. Nadie sabe que hay allá afuera, las leyendas contadas por los ancestros, hijos de la época del exceso, dicen que más allá de la puerta están los vestigios de todo lo que una vez fue y ya no será, aquel o aquella que salga dará el paso final, el que no tiene retorno.