En enero pasado los negocios de la calle principal fueron abandonados. Los primeros en irse fueron los Ibáñez, dueños de la única heladería del pueblo, las cosas se pusieron feas para ellos, para todos. Mi tía dejó de darme las monedas para el helado después del almuerzo, a mis amigos les pasó lo mismo. No volvimos a la heladería, empezaron a vender helados de agua apenas untada de leche. Además no era cualquier agua, porque el agua empezó a ser muy cara, era la de los pozos que quedaron cuando el río desapareció. Esa mañana madrugamos a meternos a los pozos con Joaco y Santa pare refrescarnos del bochorno de la noche, después de las diez de la mañana el sol es tan picante que la piel se ampolla y después de las cuatro de la tarde salen los mosquitos que transmiten la fiebre, tocaba aprovechar la mañana. Nos escondimos detrás de una piedra y vimos a don Ibáñez llenar de agua apozada las cantinas que antes llegaban llenas de leche de las haciendas de la sierra.
Mi tía y los demás adultos dejaron de hablar de los Ibáñez como si los hubieran olvidado apenas se asentó el polvo del camino detrás de su salida, aunque tal vez fue olvido por el calor, respirar y pensar es difícil así estemos bajo techo. Primero dejó de llegar la leche, después la carne, al poco tiempo las frutas y verduras. Lo poco que se sigue produciendo es para las ciudades porque allá queda gente con plata para pagar las millonadas que vale ahora lo natural. Después de los Ibáñez se fueron los San Roque, los Domingo… casi todos. Cada noche se iba una familia, como si no quisieran que nadie los viera partir y para aprovechar las horas sin sol.
Mi tía también quiso irse, empacamos lo que podíamos cargar en las manos. Solo quedaba gasolina para la mitad del camino y el resto tendríamos que hacerlo caminando. La gasolina solo se consigue en las ciudades y a precio de oro. La noche que íbamos a partir el chevrolet no encendió, alguien le sacó la gasolina. Mi tía dijo, nos vamos mañana caminando apenas se oculte el sol. Ha dicho lo mismo todas las noches.
El tiempo se ha estirado como plástico derretido al sol, los días son largos y las noches cortas. Dormimos durante el día y salimos a buscar comida en la noche. Al principio nos ayudábamos con los vecinos que se quedaron, ahora son nuestra competencia. Algunas familias cazan los perros y gatos que vagabundean por los alrededores del pueblo. Ya se están acabando, como todo ahora, me pregunto si seguirán los viejos y los niños. Mi tía está cada día más flaca y débil y hace dos noches que no dice nos vamos mañana, ya algunos vecinos han empezado a merodear por la casa en las noches. No sé si vienen por ella o por mí.